¿Qué hace un moro de Tuggurt en
la playa de Marbella?
Resopla el forzado al son de la
chusma. Boga con fuerza sobre el mar encrespado. La cadena repica acompasada;
con cada brazada la tierra se empequeñece y difumina. Su tez morena suda con
profusión; a cada instante pareciera que exhala su último aliento.
Hace tiempo que no sueña cuando
duerme (en alta mar la noche es insondable y solo existe el rumor incesante de
la marejada), pero lo más justo es decir que ya no duerme cuando sueña. ¿Y qué
sueña el moro en su prisión? Sueña que navega en un velero ligero. Desde el
Levante a Orán, y luego hacia Gibraltar, pasando el estrecho hasta llegar a la
vasta mar, que se abre infinita y son aguas de libertad. E imagina la brisa, el
viento, y su velero volando veloz bajo la tempestad.
Sus manos encallecidas de esclavo
ya no izarán la bandera de corsario. Allí, encadenado a su banco, la sal seca
sus ojos y quema su piel; su rostro se marchita y pierde la fe. ¿Cuándo fue la
última vez que vio a las gaviotas volar sobre él? No lo recuerda. Que extraño.
¿Quizás en Lepanto? Puede ser, no está seguro.
Ahora se acuerda. Fue en un
bergantín veneciano, cargado de grano, en el puerto de Trípoli. Tras hacerse de
nuevo a la mar, los turcos les interceptaron. Se apropiaron de la nave, el
cargamento y la tripulación. A él lo arrastraron a la bodega y, desde entonces,
no ha parado de bogar. Era comerciante, de los que no cesan de viajar. Mucho
trato con los venecianos. Ya se lo decía su padre, de esos infieles, no te
puedes fiar. Las tornas cambiaron y los tratos entre italianos y otomanos
terminaron. Pero al final, acabó cautivo de sus hermanos mahometanos.
Pusieron rumbo al Egeo, donde se
decía, les esperaba una gran escuadra. La guerra era ya cosa cierta y en
Mesina ya ondeaba el pendón de una gran armada. En aquel momento, todavía se
acordaba mucho de su amada. Sollozaba por la noche y blasfemaba con saña. Su
suerte maldecía, porque siempre había sido hombre honesto y bueno, pero lo que
más le dolía era no ver más a su querida.
Mientras él se lamentaba, en los
renglones de la historia ya se preparaba la más alta ocasión que vieron los
siglos y verán los venideros. Entonces aún soñaba bajo el amparo de la luna, y
la marea nocturna le traía, de continuo, extraños cantos de sirena. La noche
previa a la batalla una vieja parca le quiso mostrar su muerte. Soñó con un
alto velero, que el viento marino arrastraba. En la popa, su amada lloraba
desconsolada. Vertía lagrimas por él, anegando el mar que le ahogaba. El moro
nadaba a su encuentro, pero el barco se alejaba. Y aunque no lo alcanzaba, no
cesó de pugnar, hasta qué rendido del esfuerzo, la mar se lo quiso tragar. Se
despertó de súbito a la madrugada. Las trompetas ya entonaban belicoso canto.
En la cubierta de su nave, los
hombres hablaban la lengua de las espadas. Cimitarras y estoques entablaban
sangrienta chanza. Todo en rededor rezumaba olor a pólvora y entrañas. Los
cañones del sultán escupían un fuego atronador. Los del emperador contestaban;
y en esas que una bala impactó donde el moro. La madera colapsó y el preso
quedó aturdido. Cuando se recuperó, al fin lo sintió. El viento se colaba por
el costado destrozado. ¡Pero que viento tan turbio y triste! No traía más que
lamento y dolor. Cualquier atisbo de esperanza, rápido se difuminó. Todo cuanto
veía era muerte y destrucción. La mar turquesa parecía atravesada por mil
astillas ardientes y su agua clara enrojecía bebiendo la sangre de los hombres.
No tuvo el moro con su suerte
para darse con un canto en los dientes. Los cristianos lo apresaron y desde
entonces ha bogado en la galera de un capitán castellano.
El moro soñaba y revivía sus
hazañas. Carne de galera; solo remaba, gruñía y resoplaba. Siempre yendo a
alguna parte, siempre llevando un barco sobre su espalda. Cuanto necesitaba
descansar… Para entonces el destino aún le guardaba una más. La vieja parca le
volvió a visitar justo la noche de la tempestad. Pareciera que del sueño lo
acompañó hasta despertar. Una columna de agua quebró la nave en dos. De todos
los remeros, solo el moro salió y en las negras aguas no se hundió. Agarrado a
un madero, aguantó el azote del mar como soportaba antes el látigo al remar. La
lluvia y los relámpagos tardaron en cesar.
Al despuntar la aurora del astro
solar, la infame tormenta al fin amainó. El moro maltrecho yacía tumbado,
flotando a la deriva sobre el recuerdo de su barco. Exhausto pero sereno, con
el rostro hacia el cielo, al fin libre de su encierro. De la libertad marinero.
No hay tierra a la vista. Qué más da. Que decida el viento y el mar.
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